FABULIS. Un paseo por el barrio

UN PASEO POR EL BARRIO


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Un paseo por el barrio
Fernando Fontenla Felipetti
Relato
7


Un paseo por el barrio (Relato completo)

Para Cuny…

Cinco y media de una tarde soleada y fresca de Mayo. Al mirar por la ventana veo los suaves rayos del sol del otoño lamiendo las últimas hojas del año. Me invade un irresistible ansia de ir a caminar, de ir a beber esa última luz del día.

Salgo alegre, distendido, sintiéndome ágil, liviano. Al dar la vuelta a la esquina la brisa me da en la cara. Está fría, pero no deja de ser placentera. Pongo rumbo hacia el sur. Mis piernas se mueven con soltura. A medida que me alejo del centro de la ciudad las casas son cada vez más pequeñas y los jardines más frondosos. Entro en un barrio arbolado en donde la sombra es dueña del aire. Poco a poco, las casas comienzan a escasear y los terrenos baldíos predominan. Un momento después me encuentro en el campo. Comienzo a subir una suave colina, viendo a lo lejos una fila de álamos iluminados en la punta de sus copas por los últimos rayos del sol. La calle por la que camino comienza a convertirse en un sendero que sube y sube, al principio con suavidad, luego aumentando el ángulo hasta convertirse en una riesgosa cornisa que se retuerce girando a la izquierda. A la derecha sólo hay un profundo abismo y, allá abajo, a lo lejos, una pequeña casa de la que sale un sugerente humo de su chimenea.

El paisaje es de ensueño pero mi preocupación crece. No sé a dónde me lleva este sendero ascendente que cada vez es más difícil de andar, más angosto a cada paso que doy. Ya casi no queda espacio entre la pared de la izquierda y el precipicio de la derecha. No puedo seguir y me detengo. Decido volver atrás pero al intentar darme vuelta me mareo y estoy a punto de caer. Me abrazo a una áspera roca y me quedo inmóvil. Siento que si me muevo me caigo. Tanteo con la mano hacia arriba y noto que la pared llega hasta allí, hasta la altura donde alcanza mi mano. ¿Podré subir? ¿Será esa mi salida? Me cuelgo de la roca tensando los músculos de mis brazos para levantar mi cuerpo. Sé que puedo hacerlo, lo he hecho antes… y me elevo, esperando encontrarme en la cima de la montaña.

Una vez arriba abro y cierro los ojos varias veces, indispuesto a creer en lo que veo. No estoy en la cima de una montaña sino en la terraza de un extraño edificio cuyas paredes están recubiertas con tierra, rocas y plantas, como si fuera parte de una naturaleza retorcida. Sea lo que sea tengo que salir de aquí, bajar al suelo y volver a casa. En el centro de la terraza hay una garita con una puerta que debe ocultar al final de una escalera. Doy el primer paso desde la roca en la que aún me encuentro y, al apoyar el pie en lo que parecía ser un sólido techo de hormigón, me hundo.

Caigo hacía adelante estirando los brazos y aterrizo en una superficie extrañamente blanda, reboto en ella y al pararme me cuesta mantener el equilibrio. Al mirar a mí alrededor noto que todo el techo se mueve como si fuera una gran cama de agua. Intento equilibrarme pero lo único que consigo es generar más ondas que se multiplican en todas direcciones y rebotan en las paredes volviendo hacia mí. Es como si estuviera en una gigantesca pileta llena de agua y cubierta con una lona. Intento avanzar hacia la garita pisando con suavidad. La puerta está abierta. Voy hacia allí dando tumbos, subiendo y bajando en medio de las olas. Al fin logro llegar y pisar en una pequeña superficie firme previa a una escalera. Mientras asomo la cabeza hacia abajo comienza a sonar una alarma. Una sirena chillona que me pone los pelos de punta. Acto seguido oigo voces:

—¡Intruso en azotea! ¡Rápido! ¡Deténganlo! ¡A las armas!

Me inunda el miedo ¿Qué es esto? ¿Qué es este lugar? Escucho los pasos subiendo a la carrera por la escalera. Busco desesperado la manera de escapar. Veo en uno de los extremos del edificio una cornisa que desciende hasta un lugar desde el que parece posible saltar a una casa vecina. No veo que hay más allá, pero no encuentro camino y no hay más tiempo, los pasos ya están cerca. Vuelvo a pisar la gigantesca cama acuática y eso parece enfurecer aún más a mis perseguidores, que gritan alocados palabras que no entiendo, como si pisando ese techo increíble estuviera pisando a su propia madre. Al llegar al sólido borde del edificio, corro por esa angosta pasarela con el riesgo inminente de caer al vacío. El recorrido dura segundos pero se me hace interminable y espero oír detrás, de un momento a otro, el disparo del primero de los guardias que haya logrado llegar al final de la escalera. La cornisa se acaba bajo mis pies y salto al vacío sin pensar. Vuelo hasta el techo de la casa vecina que está dos metros más abajo. Después del impacto me doy un revolcón y logro estabilizarme quedándome en cuclillas. Escucho. Los gritos continúan. Por el momento me encuentro a cubierto de los disparos pero no puedo perder tiempo. El techo de la casa es de chapa y tiene una pequeña pendiente hacia la calle. Me deslizo sin levantarme hacia el borde y, al llegar, descubro que es posible bajar hacia la calle por un poste que está cerca de la pared. El poste es de metal y me deja resbalar por él. Cuando ya estoy cerca del suelo, salto hacia la calle. Corro. Al llegar a la esquina me encuentro en una calle muy transitada, abarrotada de gente. Es una suerte. Me mezclo con la gente y me siento seguro. El peligro parece haber quedado atrás.

Más tranquilo, miro a mi alrededor y lo que veo vuelve a inquietarme. El problema es que ya no estoy en mi barrio, ni en mi ciudad. Ahora es de noche y estoy en un lugar extraño y desconocido por completo. Me encuentro en una ciudad antigua con calles angostas y empedradas, iluminadas por pálidos faroles de luz amarillenta. A través de las ventanas abiertas de las casas me llegan animadas conversaciones. Se huelen aromas a cenas. En algún comedor suena una melodía de Loreena Mckennitt. Hace tanto calor que revoleo la campera que llevaba puesta y que no necesito en esta noche de verano. Algunos caminantes llevan libros en sus manos. Parecen estudiantes universitarios. Me pongo a caminar siguiendo a un individuo de larga barba. Al pasar bajo un balcón dos chicas lo llaman, haciendo gestos que lo invitan a subir. Él niega con la mano, sonriendo, sin dejar de caminar. Después de varios minutos de caminata entra en un edificio. Leo el cartel en la puerta que dice: «Universidad de artes blancas y magia multicolor». ¿Dónde mierda estoy? No sé si quiero saberlo, sólo quiero regresar a mi mundo, a casa. Debería preguntar a alguien cuál es el camino, pero no me atrevo, temo la respuesta. Me la imagino: «¿Señor, me podría decir dónde queda Quilmes?»

Me contestan: «¿Quilmes? No, en este mundo no hay ningún Quilmes».

Mejor no pregunto. Encontraré el camino solo.

En ese instante vuelve a salir el chico barbudo de la universidad. Lo sigo. Camina rápido. Me cuesta seguirle el paso sin tener que correr. Empieza a refrescar. El barbudo se pone una campera de jean. ¡Y yo que tiré la mía creyendo que el verano iba a ser eterno! Mi guía camina y camina por calles cada vez más tortuosas y cada vez más oscuras. Atravesamos unas murallas y salimos de la ciudad. Una vez en el campo la oscuridad es total. No hay luna. Sólo se divisan unas lejanas luces. Después de un largo trecho de estirar el paso, llegamos al lugar de donde provienen las luces. Es un cruce de caminos donde hay instaladas cuatro o cinco tiendas que venden baratijas. En una de ellas hay un cartel que dice: «Anillos de poder por 20 pesos». En otra dice: «Pócimas de amor, 50 pesos». Más allá: «Brebajes de felicidad absoluta, se canjean por almas grises».

Busco con la vista a mi guía y descubro que mientras yo miraba los carteles, él había continuado su andar. Lo veo ya lejos del grupo de tiendas, a punto de salir de la zona iluminada. Corro hasta alcanzarlo y sin aguantar ya más tanta locura le pregunto:

—¿Por favor, me podrías decir por donde se va a Quilmes?

Me mira, taciturno, y espero una respuesta fatídica. Levanta la vista y señala hacia el cruce de caminos que había quedado atrás.

—Mirá, fiera —dice—. Para ir a Quilmes tenés que agarrar por el camino del norte. Pero ojo, que a cierta hora apagan la luz del camino y entonces salen los tacleadores.

—¿Tacleadrores? —pregunto—. ¿Qué son? ¿Ladrones?

—¿Eh? No, son unos tipos que te corren por atrás, te taclean y te hacen mierda. Si te apurás por ahí llegas. Dale. Metele pata.

Me quedo mudo por la respuesta. No entiendo lo que me dice. Lo único que quiero es volver a casa. Y como yo no reacciono me grita:

—¡Ahora!

Mi cuerpo acata la orden y empieza a moverse. Enfilo por el camino que me señala el barbudo comiéndome los pasos. El camino tiene una luz cada tanto pero entre farola y farola los tramos de oscuridad son cada vez más largos. Avanzo medio a tientas, tropezando con piedras que hay desperdigadas de tanto en tanto. Después de varias horas sin aflojar, a lo lejos, empiezo a ver un resplandor. Un rato después ya se nota que se trata de una ciudad. Debe ser Quilmes. Sí, tiene que ser Quilmes. Siento que ya llego. En ese momento las luces del camino parpadean. Una, dos veces. Y se apagan. Me encuentro en la oscuridad. Sólo un débil resplandor llega de la lejana ciudad. Entonces escucho unos vigorosos pasos que se acercan, detrás de mí. Vienen corriendo. ¡No! ¡Son los tacleadores! Me lanzo a correr, desesperado, pero oigo que los pasos me acortan la distancia. No hay caso. Estos tacleadores son muy rápidos. Están entrenados para interceptar. Espero sentir en cualquier momento que mis pies se traban y caer al suelo rompiéndome la cara. Ya están a punto de alcanzarme. Me alcanzan. Pero sin embargo los pasos en lugar de derribarme se ponen primero a mi lado y luego me superan. Al mirar a mi izquierda veo que es una chica rubia, alta y desgarbada, con las patas muy largas, que corre descontrolada. Me mira y me dice:

—¡Guarda, que vienen!

Quiero contestarle que ya lo sé, pero no puedo. Estoy usando todo mi aliento para correr a lo que me queda de velocidad. La rubia empieza a sacarme distancia. Intento seguirla pero es más rápida que yo. En eso veo que alcanzamos a un tipo que corre rengueando y al mismo tiempo grita:

—¡No puedooo! ¡Ay! ¡Ayyy!

Lo paso a toda velocidad y pocos segundos después se escucha un golpe seco y crujiente, como el de una sandía cuando se estrella contra el suelo. Después, se oye un grito agonizante. Sé que seré próximo. Las luces de la ciudad están ya muy cerca pero vuelvo a escuchar los pasos veloces y sigilosos detrás. Hago un último sprint a muerte. Me parece que vuelo. Me quedan doscientos metros. Ahora cien. Veo un montón de gente esperándome. Y llego a la luz. Todos me aplauden. Están la rubia, el barbudo, toda mi familia y mis amigos. Pero hay algo que sigue mal. No sé que es, pero sé que está mal. Y entonces me doy cuenta: no estoy en Quilmes. Estoy en un lugar muy raro, rarísimo. No puede ser. ¡No! Esto es demasiado…

Al sentarme en la cama veo al gato durmiendo a mis pies.

Miro por la ventana. Es una tarde soleada y fresca de Mayo.


Quilmes, Argentina
6 - 7 de Octubre de 2010


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