LA BELLEZA Y LA MUERTE
¡Lo peor que le puede pasar a uno es no morirse a tiempo! ¿Una vez alcanzada la gloria, a qué seguir viviendo? Después, todo es decadencia, olvido… Al menos a PepeHillo lo cogió el toro y lo destrozó en la plaza. Delante de la reina. Esa sí es manera de morir un matador, pero así, de a poco, olvidado... Le metió el pitón derecho por la pernera y lo volteó. Luego se fue a por él en la arena y le clavó el pitón izquierdo en la boca del estómago; durante más de un minuto lo tuvo en el aire, reventándolo por dentro. ¡Cómo luchó, aferrado al asta con las dos manos tratando de zafarse! mientras Barbudo, que así se llamaba el animal, se pegaba a las tablas y lo alzaba con él ensartándolo más cada vez. Apenas dejó vida para la muerte, ocurrida quince minutos más tarde. Ni boquear podía cuando el capellán acudió presuroso levantando la sotana por no trastabillar y darse de bruces contra la arena. Bien se había asegurado, eso sí, de que el toro estaba muerto y bien muerto. No tenía color en la cara al acercarse a Pepe con el santolio y la estola morada colgándole del cuello para que hiciese al menos, el gesto de besarla y administrarle así el último sacramento. Nada pudo el pobre, a pesar de que el cura se arrodilló cuanto le permitió su gran barriga y Manuel Jaramillo —banderillero de Pepe—, con enormes lagrimones resbalándole por la cara y entre sollozos que le agitaban el cuerpo, procuraba alzar con suma delicadeza la cabeza del matador. Lo intentó este en un gesto último de gallardía, pero lo único que salió de sus labios fue una bocanada de sangre que, como un surtidor, empapó el pecho del fraile. De no ser por Joaquín Díaz, subalterno que puso el segundo par de castigos a Barbudo y estaba tras el páter, se hubiera caído espatarrado ante el moribundo. Entonces, se hizo un silencio absoluto, la parca se había adueñado del coso y paseaba su aliento frío, acerado y brutal por los tendidos de la Plaza de la Corte: todos a una los espectadores se habían puesto en pie y trataban de escuchar en vano sus últimas palabras; la reina María Luisa, quien conocía yapreciaba al matador, tomaba con fuerza la mano de la Duquesa de Osuna mientras esta la estrechaba por la cintura contra su cuerpo. Los majos se aferraban a la barandilla de los tendidos o se abrazaban unos a otros por temor a desmayarse también. Las majas y chulapas castizas, el aliento reprimido, desgarraban sus vestiduras por la tensión contenida. Los gritos estridentes, los lamentos, las demandas de ayuda y socorro del público espantado, horrorizado, sobrecogido al presenciar la agonía en toda su crudeza y desnudez, en su fatal y conmovedora violencia, habían cesado tan de golpe como se habían alzado tras la fallida estocada. Ahora, solo restaba sacrificar al toro que fatalmente había pinchado Pepe; el desenlace se lo dio mi hermano que compartía cartel esa tarde con José Delgado Guerra —alias, Hillo—, y Antonio de los Santos, quien le puso el primer par de banderillas. ¡Qué extraña la vida! Mi propio padre, Juan Romero, le dio la alternativa. Mi hermano, José Romero, dio muerte al toro que lo mató, y así nos lo contó Goya a Cayetana y a mí. En cambio entre él y yo, Pedro Romero —nieto, hijo, hermano por partida doble, y cuñado de torero— rivalidad de por vida.
Por encargo de su majestad el rey Fernando VII dejo atrás Ronda camino de Sevilla con el encargo de dirigir la Escuela de Tauromaquia. ¡Solo Dios sabe si volveré a verla! El pueblo que me vio crecer como niño, como hombre, como hidalgo cabal, a mí y a toda mi estirpe de matadores de toros: los Romero; aunque vida y profesión se confundan ya en la memoria: maté mi primer toro con quince años, el último, a los setenta y siete. Más de cinco miles vieron la hora suprema por mi estoque, y ni una sola cogida, ni una cornada, ni un rasguño o revolcón. Escribí al rey solicitando el puesto sí, eso es. ¿Qué podía hacer?, ¿debía acaso quedarme cruzado de brazos mientras mi cuñado trataba de enseñar aquello que yo conocía mejor?, ¿había de permanecer en el olvido y la necesidad siendo el más indicado para dirigir esa escuela? El cielo, que respetó mi vida y mi honra, sabe que no fueron el orgullo o la vanidad las que me movieron a demandar el empleo, sino una dignidad atropellada que, por desconocimiento u olvido, no se había tenido en cuenta. Mi pariente, Jerónimo José Cándido será pues, mi ayudante, y así todos contentos. Por una vez el rey Fernando, cuyo carácter voluble, rencoroso y taimado le ha llevado a cometer tantas tropelías, hace lo correcto; aunque, tal vez tenga que ver el hecho de haberme negado a torear para los franceses durante el periodo de ocupación y guerra posterior. Es difícil saberlo, ya que no parecía mostrar antipatía alguna por ellos durante su larga estancia en Francia —¡casi cinco años—, y jamás mostró interés alguno por las corridas en toda su vida, salvo aquellas que tenían lugar en los burdeles más infames de Madrid. Aunque, si vamos al caso, tampoco por lo que ocurría en su país durante su ausencia. Mi nombre estaba en boca de todos desde que se decidió que este arte podía y debía enseñarse. De algún modo voy a hacer aquello que el público, también soberano, ha estado pidiendo. Los doce mil reales anuales de renta que se me han asignado, permitirán que termine mis días de forma honrosa y aliviarán en parte el dolor que siento por los dos hermanos que me arrancaron los ruedos. Si alguien puede enseñar qué se debe hacer frente a una bestia saliendo de un callejón oscuro que arremete feroz contra todo lo que encuentra al paso, ese soy yo, Pedro Romero.
La vuelta del camino se ciñe a la dehesa del Mercadillo y me permite atisbar el tajo que se hunde imponente hacia el río, el puente árabe tratando de suturar la herida entre los barrancos, los palacios blasonados, las casas tan blancas refulgiendo al sol de la tarde, sus ventanas negras: de las rejas geranios cuajados de flores rojas, hermosas y violentas como la sangre. ¡Y la plaza, nuestra maestranza! Tuve el honor inmenso de inaugurarla y ahora me sorprendo alejándome de ella con melancolía, como quien se aleja de una hija cuyo calor tibio sintió contra el pecho; alzándome sobre las puntas de los pies, entre el traqueteo de la diligencia, apuro la curva que me descubre a la vista la arena tostada, devolviendo a mis oídos la algarabía de las tardes de gloria, el movimiento del carruaje frente al paisaje semeja un pase de pecho: los cuernos afilados embrocan el engaño pegado a los pies, la mole roza el vientre, la vaharada de sudor acre, montaraz, golpea salvaje los sentidos como quien mira absorto por primera vez, paralizado y tembloroso, el cuerpo moreno, palpitante y desnudo que desea.
Volveré a verla en la segunda revuelta del camino —¡Ronda! — pero será ya en la distancia, coronando el alto de la dehesa, los campos repletos de pasto y los encinares cuajados de botones que serán bellotas en octubre; el pueblo se muestra desde arriba como un blanco bajel que cabecea intrépido entre las olas verdes de los trigos. La ruta por Olvera y Morón es más rápida y confortable sí, pero siempre he preferido la sierra, pegado a Grazalema, hacia Zahara y Algodonales, tanto ahora como antaño, cuando acudía a la Maestranza sevillana y me llenaba ufano de triunfo, en las tardes perfumadas de abril. ¡De eso hace ya casi cuarenta años, cómo pasa el tiempo Dios mío! Borracho de gloria tomaba un coche de caballos y me bajaba a Sanlúcar donde Goya pasaría esa primavera. Nos habíamos visto en Madrid el año anterior y estuvimos de acuerdo en hacer mi retrato, el primero de varios. Ambos estábamos en la mejor etapa de nuestras vidas, aunque no lo supiéramos entonces: los encargos se sucedían sin cesar y el reconocimiento llegaba para él —pintor de cámara, director de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando que tanto anhelaba—, aunque ya se había quedado sordo el amor le sonreía en la persona de Cayetana —o eso creía— a cuya finca se había trasladado temporalmente el pintor tras la muerte del duque y donde trabajaba sin descanso entre el lecho y el lienzo. Yo contaba entonces cuarenta y un años y vivía el éxito con naturalidad y un respeto profundo por el animal que me lo había dado todo, como persona, y como profesional. Comenzaba entonces a instituirse tímidamente, aunque con la fuerza de los acontecimientos que se saben perdurables, la brega con el astado como espectáculo pleno, con un ritual, una pauta estricta y una interpretación de las suertes que cada diestro trataba de desentrañar según su talento y valentía. Vivíamos ese momento en que la lidia había dejado de ser un divertimento bronco y criminal para las clases acomodadas y un público poco exigente, para transformarse en una expresión artística tan respetable e inspiradora como cualquier otra pero, además, en este arte se jugaba todo a una carta: en la misma tarde uno podía salir a hombros o en un ataúd por la misma puerta. Todo se estaba escribiendo entonces, acotando, interpretando, acomodando al valor del hombre y la bestia: un destino parejo que acababa por costarle la vida al toro. Casi siempre.
Al otro lado de los Pirineos se escuchaban ecos de guerra. Europa entera andaba alterada. Revueltas, revolución —palabra desconocida entonces para todos, luego habría de escribirse en letras mayúsculas sobre los frontones de los palacios— que se manifestaba en brutalidad y muerte. Persecución a la nobleza y asesinato de Luis XVI —primo de nuestro rey, Carlos IV— y María Antonieta en la guillotina. La primera vez que escuché ese sonido fue por boca de Goya que la gritó abruptamente en francés: ¡Guillotine! Luego me describió su funcionamiento ayudándose de un cuaderno donde escribía y dibujaba al tiempo: el cadalso, la cesta frente al reo, la humillante postura de este frente a la chusma enfebrecida, el olor a heces y orines, el cuerpo convulso, suplicante; la cuchilla esperando en lo alto: ¿qué sonido haría al deslizarse por el marco de madera y hundirse con su filo letal sobre el frágil cuello de la víctima?, ¿y al desprenderse la cabeza del tronco y caer sobre la cesta? —la mirada se le perdía en el vacío, en las paredes de la estancia, para continuar al poco—, un chorro de sangre brotando como una fuente sobre las tablas y, de pronto, el griterío feroz, salvaje, vengativo de la muchedumbre. Eso le habían dicho. Goya me observa y ríe socarrón cuando trago saliva. Asegura que le pasó lo mismo cuando se lo contaron en la corte, “¡donde el nerviosismo era evidente!”, exclama irónico, “¡aquel Luis era primo de nuestro rey, Borbón como él!”, remata alzando mucho la voz. Irrumpe entonces Cayetana en la luminosa estancia convertida en estudio provisional, seguida por una sirvienta que camina varios pasos tras ella con una bandeja de plata donde porta tres copas de vino y una botella de manzanilla, olivas aliñadas, encurtidos, jamón recién cortado y una panera con panecillos; todo sobre un mantel bordado con las iniciales de la Casa de Alba. Su sola presencia irradia esplendor, llena la estancia, parece que toda la claridad converja ahora en su vestido y su rostro para venerarla, que los haces de luz conocieran de antemano su cometido y bajasen el tono destinado al resto, para ofrecérselo a ella. Su larga melena azabache brota en grandes rizos oscuros cayendo sobre la espalda y los hombros, en una cascada que brilla en reflejos irisados. Se vuelve para ordenar a la asistenta donde colocar el aperitivo y su melena fluye voluptuosa en el aire con tal gracia, que nos quedamos embobados observándola. La despide y se dirige caminando con enérgicas zancadas hasta el caballete donde Goya trabaja. Pienso en lo lamentable que resulta que el maestro no pueda escuchar el sonido de su vestido al desplazarse, el rumor de las gasas vaporosas empujadas por pies, rodillas y muslos avanzando en la quietud de la sala, la ventana abierta al jardín donde trinan los mirlos y se cuela penetrante el perfume de azahar, compitiendo en musicalidad y aromas de tocador, con la hermosa duquesa. Se asoma insolente al cuadro —cosa inconcebible por mí hasta no ser autorizado— para dirigirme una mirada de distante aprobación alzando y arqueando levemente las cejas y ordenar: “¡bebamos algo, el día es tan bello que parece absurdo permanecer serena por más tiempo!”, toma asiento en el alféizar, sobre los azulejos decorados a la portuguesa en el ventanal hacia el jardín, una pierna al suelo, la otra flexionada en alto sobre el marco y recogida entre las manos, la espalda recostada contra la pared, su vestido vuelve a sonar en un rumoroso mar de sugerencias. Apartando el cabello con gesto resuelto, aspira intensamente el aroma perfumado del jardín, cerrando los ojos un instante al mirto, el arrayán y los nardos cuyo aroma asciende agudo, caldeado por el sol de la mañana. Observo sus mejillas tersas, blancas allí donde no llega el arrebol, pienso que su color es más vivo que el del fajín que ciñe su cintura breve, o el lazo que corona su pecho. De pronto se vuelve y sus ojos negros me escrutan autoritarios en un mohín reprobador: “¡¿vamos, a qué espera, sírvanos?!”.
Entre Bocaleones y Algodonales el pinsapar se cierra sobre el coche de caballos como si fuera a engullirlo. Toda la semana ha llovido intensamente y el camino está encharcado y lleno de baches profundos a lo largo de varias millas. Escucho al cochero debatirse con los caballos entre continuos juramentos y golpes de látigo ocasionales. No es mi trabajo, pero tentado estoy de ponerlo en su sitio con brusquedad y evitar que siga maltratando al tiro; me limito a golpear de vez en cuando con la contera del bastón sobre el techo del carruaje y gritar: “¡no hay prisa!”. Soy el único pasajero y llevo poco equipaje: un esportón gastado y lustroso conteniendo los trastos de matar, una muleta y un capote heredados de mi padre, que heredó del suyo; en el pescante posterior del carruaje viaja un baúl con mis efectos personales y en el asiento del compartimento, frente a mí, envuelto en una manta sujeta con cordeles el cuadro que pintaba Paco aquella mañana en Barrameda. Mientras lo hacía me hablaba siempre en un tono más alto de lo que hubiera sido necesario, manteniendo un monólogo interior que le ayudaba a fijar la concentración y clarificar las ideas: “El retrato es la más difícil de las pinturas porque el artista debe aislar la esencia de las personas: condensar en un gesto, una mirada, una actitud, el espíritu con ansias de perdurar. Con la certeza de que una vez plasmado, esa será para siempre la imagen que legará a los siglos. Lo demás, la vida incluso, son accesorios, destinados a diluirse en el tiempo, a desaparecer. El pintor debe aspirara mostrar aquello que el retratado desea ocultar, debe robar su alma, como Prometeo robó el fuego de los dioses para entregárselo a los hombres, así el artista con su obra”. Luego permanecía largo ratoobservándome, interrogándome con la mirada, alternando esta entre la tela y el rostro para dar una pincelada de cuando en cuando y volver a mirarme de nuevo. Nunca supe si deseaba conocer mi parecer o, simplemente, me quería hacer partícipe del suyo. Cada vez que contemplo la pintura esas palabras acuden a mi memoria como si acabaran de ser pronunciadas; por eso, aunque dichoso —nunca más he vuelto a ser tan bello, tan gallardo, tan joven— mi gesto es grave, severo. Yo no quería mostrarlo, él me lo arrancó.
He sabido que ha muerto en Burdeos hace ya dos años, también en abril, como aquellos días en que pintaba el retrato que ahora contemplo — a pesar del camino y el cochero, un golpe de nostalgia me ha llevado a sacarlo de la manta y fijarlo con las cuerdas al asiento frente a mí—. No me reconozco. Cualquiera diría que este despojo consumido por el tiempo que contempla a este otro hombre orgulloso y serio, elegante y viril, sean la misma persona. La mano firme, grande, recia, colgando relajada al lado derecho del cuadro, nada tiene que ver con la que ahora veo apoyada en el muslo. Esta se ha llenado de manchas oscuras, se ha vuelto blanquecina, y bajo la piel finísima se adivinan las venillas azules que irrigan —con una sangre más fría cada vez— los dedos que empuñaron con fuerza la espada y esperaron a pie firme la embestida del toro, apuntando certeros hacia el hoyo de las agujas para dar la muerte que la bravura merece. El pintor ha sabido ver el forro carmesí de la torerilla de raso negro y ha acercado a ella el dorso, sangre de toro y negro zaíno: la mano de por medio se ha de manchar de esta. Ha de ser la suya o la mía. El ritual es así, el torero ha de ser valiente o dedicarse a otra cosa. Como él hacía mientras pintaba me sorprendo reflexionando acerca de mi arte, confirmando aquello que ya sé casi desde niño y he practicado durante tantos años con fortuna: «El que quiera ser lidiador ha de pensar que de cintura abajo carece de movimientos. La honra del matador está en no huir ni correr nunca delante del toro teniendo muleta y espada en las manos. El espada no debe jamás saltar la barrera, después de presentarse al toro, porque esto ya es caso vergonzoso. El lidiador no debe contar con sus pies, sino con sus manos, y en la plaza, delante de los toros, debe matar o morir antes que correr o demostrar miedo». Eso le confesé a algún gacetillero hace ya años y no he vuelto a olvidarlo, pues es la esencia de nuestra profesión. Otros sabrán cómo matan, cómo conciben la lidia, qué hacen tras ella o a qué mentideros acuden. Me acuerdo de que Hillo visitaba la corte y los salones. Era bien recibido en ellos. Su carácter simpático y alegre le abría las puertas, sensual con las damas y afable con los caballeros, la gente se reunía en corro a su alrededor y brotaban carcajadas a cada ocurrencia suya. Su toreo era igual, punteado de filigranas y gracia infinitas, pero dotado del coraje necesario y la seriedad en la arena, que es dónde hay que serlo. No estuvimos de acuerdo en la forma de matar. Él lo hacía al volapié, como le enseñó Costillares; yo preferí hacerlo recibiendo a pie firme, como se hizo siempre en mi familia, como inventó mi abuelo al introducir la muleta en la lidia y mi padre continúo. Y después que él, yo y mis hermanos mejorándola, modestamente así lo creo; a cada cual, lo suyo. Concebimos de distinta manera la fiesta, Pepe buscaba armonía en el conjunto, yo la orienté siempre hacia la hora de la verdad, llevando al toro lo más entero posible hacia esta, de manera que nunca acabase tan falto de fuerzas que fuese incapaz de embestir para darle muerte. En cuanto a lo demás, sí, fui un hombre serio, tal vez tosco en ocasiones, siempre caballeroso, resultado quizás de mi acusada hidalguía. Nunca hablé mal de nadie, ni sentí envidia por alguien, y si he tenido que recurrir al rey, repito, fue por haberme sentido ignorado en aquello a que he dedicado la vida entera y considerar haber hecho méritos más que suficientes para demandar. ¡Y bastante me ha pesado tener que hacerlo!
¡Ah, la cintura breve entre la botonadura del chaleco sin opresión alguna! La elegante chorrera cayendo sobre el pecho firme, seguro, atlético. El cabello abundante, recogido en una media al estilo de los majos que tanto agradaba a Cayetana. Mientras llenaba su copa de vino, jugaba con ella tomándola entre las manos y esponjándola como un ovillo que se arroja a los gatos, hasta descolocarla por completo ante la mirada del pintor que nos reprendía severo con el gesto masticando jamón. Ahora, debería volver a colocarla cuando continuase pintando. Ella no se dejaba intimidar, era osada y descarada como los gorriones que robaban las migas sobre la mesa del jardín. Apenas me había colocado el pelo, desmontaba el cuello de la camisa, o me quitaba el capote de paseo y, entre carcajadas, se ponía a dar pases por la estancia: “¡vamos Paco, haz de toro!, oleé, oleé, …”, decía, y citaba a Goya que la miraba entre huraño y divertido copa en mano. “Aunque los cuernos no los tienes tú, sino la pobre Josefa, cargada con ese montón de hijos que le has hecho, cabrón”, y se moría de risa girando sobre sí misma, usando el capote como si fuera muleta. El pobre Paco me miraba a mí con cara de circunstancias, anhelando desde el silencio una explicación a este nuevo arranque de locura que le había entrado a la duquesa. “¡Vamos Pedro, enséñame. ¿Cómo hago que embista?!”, decía tronchándose y señalándolo con el mentón. Era imposible no acudir a su llamada tan viva, tan alegre y desenfadada, tan irreverente. Pasando mis brazos tras su cintura tomaba el capote en sus manos y juntaba las mías a ellas tratando de improvisar una verónica. Por no pisar su vestido, juntaba mi cuerpo al suyo y buscaba espacio entre su pelo tratando de ver lo que tenía delante —no era fácil, Cayetana era alta— a la vez que intentaba compusiera una figura con cierto empaque: los brazos ligeramente flexionados, la espalda arqueada, el pecho alzado, la barbilla baja y la cintura adelantada para citar al “toro” Goya que reía ahora con carcajadas estentóreas. “¿Cómo tengo que decir?, ¿Qué es eso que gritáis en la plaza cuando os ponéis tan chulos y serios?, Eeehe, Eh, Eh, toro”, rompiendo de nuevo a reír, cubriendo mi cara con su pelo al echarlo hacia atrás. En ese momento Paco arrancó contra nosotros agachando la cabeza y metiendo el cuerpo en el engaño, los brazos adelante semejando las astas del toro y rozando con su cuerpo la cintura menuda de ella, hasta desplazarnos con la embestida. “Vamos, vamos, hay que ligar los pases. Citar, templar y mandar. ¡Si no, no estamos haciendo arte, solo escabechina!”, le decía yo, obligándola a girar despacio pero con firmeza ante el nuevo envite del “toro”. Y le dábamos otro pase. Y otro, y otro más, hasta que Cayetana gritaba excitada, “¡ahora quiero matarlo!”, se deshacía de mí y corriendo todo lo rápido que el largo vestido de gasa, asido entre ambas manos para alzarlo sin tropezar permitía, tomaba del caballete del pintor un largo pincel y retornaba disciplinada a mis brazos para que la ayudase. Con el pincel alzado a modo de estoque le daba a entender a él la suerte que iba a correr en breve. Nuestro “toro” apartaba entonces los faldones de la levita a un lado y se preparaba entre risas francas para morir. Restregaba en la mullida alfombra sus negros escarpines e inclinaba el tronco a la vez que enfrentaba contra nosotros los fornidos brazos, apuntándonos con los índices ofensivos. Por mi parte, procuraba cuadrar la figura de Cayetana: los pies formando un ángulo recto, el capote-muleta al suelo, y el hombro derecho alzado el mismo ángulo respecto de su cuerpo y el antebrazo. La “espada” firme en su mano y, a esperar la embestida. Al hacerlo sentía contra el mío el calor que desprendía su cuerpo tras los pases y la breve carrera, el sudor brotando de su axila mezclado con el perfume a agua de rosas, el tacto de su vestido y del tafetán del fajín, la suavidad sedosa del cabello haciéndome cosquillas en nariz y cara; notaba en los antebrazos el peso de sus pechos y entre las caderas la firmeza de sus nalgas tensas ante la cita. Volvió su rostro hacia mí esperando instrucciones, en sus mejillas todo el candor y la inocencia de la infancia que no tuvo, la sonrisa traviesa, excitada, mostrando los dientes mojados en saliva y aliento a manzanilla, los negros ojos refulgiendo intensos bajo las cejas perfiladas, entre la nariz firme, poderosa: “¿Qué hacemos, cómo lo matamos?”, preguntó ansiosa mientras yo pugnaba por matar la erección que había brotado firme bajo mi calzón. Fue Goya quién me salvó de la vergüenza, pues aprovecho el momento de descuido para arremeter con fuerza contra nosotros y dar con todos sobre la arena mullida de la alfombra, donde rodamos abrazados entre las risas aniñadas de Cayetana y aquellas otras, más broncas, del pintor. Entretanto, trataba de sacarme de encima su vestido para incorporarme y decir: “¡nunca hay que perderle la cara al toro!”, pero, salvo su perro faldero que ladraba alborotado entre los cuerpos caídos, nadie me prestaba atención. La duquesa, tomando en las palmas de sus manos las mejillas del pintor que yacía en el suelo, ensartaba sus largos dedos en su cabello ensortijado y recogía con los pulgares los lóbulos de sus orejas para plantarle un largo y tierno beso en los labios. “No puedes levantarte. Estás muerto”, le susurro sonriendo mientras pinchaba su barriga con la punta del pincel. A pesar de no oírla, comprendí que él la había entendido perfectamente.
La carretera que pasa de Algodonales a Puerto Serrano deja atrás los pinares y la sierra a Levante, se aleja en estribaciones sombrías bajando hacia una inmensa llanura donde los olivos crecen como si fuese este el primer día del mundo. Cientos, miles de ellos, se multiplican en contrastes que la tarde recorta hacia Poniente, preñando de luz dorada el campo. Los hombres se afanan entre los árboles limpiando de malezas y malas hierbas bajo las copas. Labran entre las sombras con parejas de mulillas abriendo la tierra a la lluvia que ha de venir. La noche se nos echa encima y el cochero quiere llegar a Puerto cuanto antes, allí hay venta y casa de postas, podremos cenar caliente y, con suerte, dormir en una cama sin chinches. Las cosas no han ido a mejor, solo han cambiado, en algún sentido. Al menos ahora se trabaja el campo y recogen las cosechas. ¡Del olivar, las olivas! No los hombres empalados en un tronco, o colgando de una rama mientras cuervos y buitres picotean en sus ojos, desgarran su vientre dejando las tripas al aire. Los campos verdes y los trigos creciendo, las acequias llenas de agua y en el cielo, las nubes plomizas de abril y mayo, no las del fuego y desolación que las tropas dejan tras de sí; en vez de agua, la sangre corriendo por los regueros, cómo si este país no fuese capaz de parir más que horror y muerte. Los franceses se han ido sí, va para quince años ya, pero no es fácil olvidar como, en estos caminos a punto estuve de perder la vida que no me arrebataron los toros en toda ella. La memoria se me enturbia y a la boca me sube un sabor amargo de hiel y mala follá, recordando aquella mañana de junio en Morón. A buscar una partida de reses bravas salimos, para lidiar en Ronda, ante un mandamás franchute —yo me había negado desde el principio de la invasión a torear para ellos, pero no podía evitar que otros lo hicieran, aunque la cara se me cuajase en un gesto de asco y desprecio—. Un retén gabacho nos dio el alto junto a unos palomares que había a la entrada del pueblo. El mayoral, que cabalgaba junto a mí, y los tres mozos de a caballo que nos acompañaban detrás para trasladar la manada, nos detuvimos al punto. Apenas habíamos preguntado “qué se le ofrece, monsieur” al que parecía tener más mando, cuando un grito animal procedente de uno de los palomares nos levantó el vello del cuerpo como jamás lo hiciera “bicho” alguno. Preguntado el cabo por señas, este nos indicó que nos fuéramos, que pegásemos vuelta por donde habíamos venido y olvidásemos el asunto. No era sencillo dar la espalda a esa voz que imploraba en nuestro idioma: “por favor, por favor, por favor…”, gemía una chiquilla, hasta trocar en lamento desgarrado. Como el francés no nos dejaba opción, a un gesto mío los peones mantuvieron a raya al retén con las varas de picar las reses; entretanto, el mayoral y yo mismo galopamos hacia el palomar de donde procedía aquel lamento, para encontrar allí a un grupo de cinco soldados que por turno forzaban a una criatura: uno la sujetaba por los brazos y los otros dos le abrían las piernas mientras un cuarto la penetraba. Al quinto, ni siquiera le quedó tiempo para dar la voz de alarma, encendía un cigarrillo cuando, al levantar la vista, se encontró en el medio del pecho una vara que lo atravesó de parte a parte. Los que sujetaban a la muchacha corrieron igual suerte sin apenas darse cuenta —ahora lo lamento—, el que la violaba fue degollado en el sitio por el mayoral, después de cortarle los genitales con una cachicuerna de Albacete y limpiarse la mano en su uniforme; no tenía otra opción, la vara ensangrentada que yo afirmaba bajo la axila se apoyaba con tal fuerza en su espalda que, apenas respirase, se habría matado él mismo. La cría tuvo que ser ayudada a subir a la grupa de la yegua —sangrando y a medio vestir— porque las piernas no la tenían en pie. Solo los brazos que me aferró a pecho y cintura con la desesperación de quién vuelve a la vida tras haber visitado el infierno la mantuvieron viva; hasta hoy, cuando me ha despedido con un beso en la mejilla y el cálido abrazo de la hija que nunca tuve. Desde aquel terrible día de 1813 siempre ha vivido en mi casa, como una más de la familia. La propia la perdió aquella mañana, defendiendo su honra.
Los caballos, lanzados al galope, pusieron sobre aviso al resto de nuestra partida que nos franqueó el paso hasta que estuvimos lejos del alcance de las bayonetas francesas del retén, pero no de sus balas. La mala fortuna propició que una de ellas impactara en mi espalda perforando el pulmón derecho. De no ser por los hombres de la cuadrilla que tomaron las riendas de la yegua y nos condujeron a la chiquilla y a mí hasta la sierra, no la habríamos contado. Los guerrilleros, que así se hacían llamar quienes se habían echado a los montes para luchar contra los invasores, sabían de mi leyenda, a pesar de que llevaba varios años sin torear se mostraban conmovidos, abrumados de tenerme entre los suyos —“¡combatiendo!”, como decían con cariño y admiración, aquello que no había sido más que sentido del deber de socorro—. Me contaron que fuimos conducidos después a un cortijo entre los montes con la reserva más absoluta, y allí, tanto Antonia —que así se sigue llamando, aunque sumó a sus apellidos Montijo Cañada, el de Romero— como yo, convalecimos entre altas fiebres de nuestras heridas hasta que hubo terminado la guerra. El plomo de la bala que me extrajo el galeno, lo engaste en un sello que utilizo para lacrar las cartas que envío: lleva grabado un jinete que porta en su mano una pica, como dicen que llevaba aquel caballero andante de siglos pasados. Lo que nunca ha podido extraer nadie es el sonido que, cuando realizo esfuerzos, siento en el pulmón hasta agotarme: parece el del tronco que cobra vida en el fuego al ser avivado por el fuelle y bufa cavernosamente. Cuando Antonia se da cuenta me reprende y hace sentar para traerme luego un vaso con agua de azahar, obligándome a tomarlo a pequeños sorbos antes de permitir que me levante.
Se vivió un breve periodo de ilusión después de la marcha de los franceses. La gente estaba como loca con la llegada de Fernando VII, “el deseado”, decían. Todo habría de cambiar al recobrar de nuevo nuestra soberanía, nuestras costumbres, las que nuestros vecinos deseaban arrebatarnos sin miramientos. Querían que renunciásemos a la Inquisición, a los curas y la formación religiosa que en las escasas escuelas se daba a los niños. A sus privilegios y la infinidad de propiedades que ostentaban sin conocer siquiera el origen. Abrir los pueblos y ciudades a la cultura, la ilustración, la industria; reformar el campo, acabar con la nobleza, la hidalguía, los privilegios heredados entre una generación y la siguiente. Y querían hacerlo sin contar con los españoles. La gente era y sigue siendo pobre, humilde, analfabeta pero digna y valerosa; no soportó el atropello y una mañana de mayo estalló en Madrid. A esa mañana siguieron seis largos años de oscuridad y brutal violencia, saña y sufrimiento; hasta que con tesón, valor, y el cambio de acontecimientos en toda Europa, logramos que se fueran. Pero el pueblo continuaba siendo totalmente ignorante de lo que se nos venía de nuevo encima. Durante la ocupación se elaboró una Constitución en Cádiz que abordaba muchos de los principios que los franceses nos querían imponer por fuerza —además de a un rey inútil y borracho—. Salió adelante, y al nuevo rey Fernando se le obligó a acatarla: lo hizo con reservas e“indisimulado” amor por la patria, aunque la realidad estaba muy lejos de ser así. Una vez tuvo ocasión renunció a su juramento y demandó ayuda a Franciaquién, con los “Cien mil hijos de San Luis”, restableció en el trono a Fernando VII, comenzando una etapa donde cualquier indicio de libertad, rechazo a la iglesia o sospecha de colaboración con los Liberales durante el periodo que va desde el fin de la Guerra de Independencia hasta esta primavera de 1830, ha sido brutalmente reprimido. Las cárceles han vuelto a llenarse, los intelectuales se han exiliado y los juicios sumarísimos —Torrijos, Juan Martín “El empecinado”, ...etc.— han vuelto a producirse con impunidad absoluta. Nadie osa enfrentarse al rey en un estado de terror donde cualquiera es sospechoso o acusado de deslealtad o conspiración. Últimamente, el general Riego, con una partida de fieles, se ha levantado en Andalucía contra el absolutismo del monarca y ha obtenido algunas victorias parciales. Es cuestión de tiempo que acabe colgado o fusilado también. De modo que la violencia, la represión y el odio, no han hecho más que cambiar de manos: donde antes nos maltrataban los invasores franceses, ahora lo hace nuestro “deseado” soberano. El rey ha tratado a su pueblo como se trata a un toro manso, sin trapío: lo ha humillado sin respeto alguno, después del amor incondicional y el coraje infinito que este ha mostrado por él. Los campos vuelven a cultivarse, sí, los barcos salen a faenar pero de vez en cuando, aparecen peces raros en las playas, frutos extraños en las copas de los árboles.
En la venta hemos cenado opíparamente, huevos con jamón, carne mechá, y de postre queso de cabra; para beber una buena jarra de vino manchego que el ventero se hace traer de Puerto Lápice. En la sobremesa ha abierto una botella de Montilla Moriles que guardaba hacía años para la boda de la hija —“que no se entere la parienta”, ha dicho, después de guiñarme un ojo—, y me ha plantado delante una caja con varios Vegueros que le han traído de Cádiz para tal fin. Por supuesto, no tiene intención de cobrar nada por la posada ni por la cena, el amontillado o los habanos. Eso sí, quiere revivir conmigo la tercera corrida de feria en Ronda del año 1800, a la que acudió con su mujer estando de novios. Han pasado treinta años y para mí fue una de tantas, pero comprendo que para él fue el festejo de su vida; trato de hacer memoria y voy hilvanando recuerdos, fijando el cartel y los toros que tuvimos aquel día. La fecha es redonda así que no ha de ser difícil, tras una profunda chupada al habano, con el humo silbando a través del agujero que dejó la bala, rememoro: “se celebraba el quinceavo aniversario del coso así que el cartel era bueno, seguro; conmigo estaba Pepe Hillo y mi hermano Ramón. Los toros ya los bajaban entonces de Morón de la Frontera, aunque no recuerdo el nombre del ganadero, sí la hechura de los que me tocaron en suerte: el primero jabonero y algo resabiao, el segundo lavado, astifino y valeroso: tanto corneó las tablas que pensé que se quedaría sin fuerza antes de tiempo, pero no, aún dio mucho juego en la muleta y buscó con bravura la muerte. Los dos pedían una lidia muy distinta y tuve que echar el resto, sobre todo con el primero”. Observo al ventero, los ojos brillantes, la boca abierta por la emoción que le embarga escuchar de viva voz el relato de una tarde donde los toreros con mayor rivalidad de su época se dieron cita en la plaza, estando él presente. Continúo hablando pero ya no me escucho, aunque en voz alta, lo hago para mí; moldeo recuerdos que elaboro en la mente como si el ventero no estuviera allí, traigo del pasado viejos fantasmas con que conjurar mis miedos más íntimos, mis anhelos inconfesables: “Pepe bromeaba con la cuadrilla y hacía requiebros a las damas en los tendidos entre un toro y el siguiente, brindaba al público cada faena y se ganaba a la afición cada tarde”. Yo en cambio, me recuerdo huraño, concentrado, hosco, seco; nunca he comprendido esa manera de ser, menos en la plaza donde la vida te es arrebatada en un instante, en un descuido, con un mal toro, como le ocurriría a él tan sólo un año después. Visto ahora, con distancia, lo envidio. No la muerte siendo joven, claro está, sino el haber sido cogido, al menos una vez. Una solo. Sentir el asta ardiente del toro bravo abriendo la carne, empujando brutal cuerpo adentro, la humedad caliente del hocico entre los muslos, los ollares bramando furiosos, el sudor que resbala por su testuz pegado al pecho mientras me abrazo a esta, el olor animal que desprende el pelo fosco en la contienda, el brío viscoso de un cuerpo titánico buscando empotrar contra las tablas a ese ser que lo humilla y marea, que busca su muerte. Sujetarse a su cabeza con todas las fuerzas tratando de contener el empuje feroz, procurando que el puntazo sea limpio, que no haya desgarro, pero sintiendo vivo el placer que provoca el dolor, saber qué se siente para así exorcizarlo. Al menos una vez.
Por Montellano, al Coronil y a Utrera. Más cerca cada vez de esta etapa de mi vida que será sin duda la última. He pasado ya por todas las suertes y me queda únicamente la suprema, que espero afrontar con valor y sin recibir un bajonazo poco honorable. Con la respuesta del rey rectificando y concediéndome la plaza asignada a mi cuñado, venía una posdata donde me comunicaba la muerte de Goya. Sabía que habíamos sido buenos amigos, que me había retratado en más de una ocasión, aquí en Andalucía, y también allí, en Madrid. Ya lo sabía. Conocía que la salud le había sido esquiva en los últimos años y que su marcha a Burdeos no había sido sino una excusa para alejarse de esa capital viciada y tóxica que entre todos habían convertido en irrespirable; lejos quedaban los alegres días de La pradera de San Isidro. Si había vuelto a Madrid había sido solo por su nieto Javier a quien adoraba, para legarle la Quinta del Sordo y asegurarse de que su pensión como pintor de Cámara le fuese asignada. Ocasionalmente nos carteábamos, a pesar de vivir en un país donde todo el mundo parecía sospechoso de algo alguna cosa escapaba al control de “su majestad”. En todo caso, sentí de nuevo una profunda quemazón cuando lo leí otra vez. Paco era para mí como un hermano mayor, el que te abre camino en la vida y hace que todo transcurra con facilidad. Cuando toreaba en Madrid nunca dejaba de pasar por su casa, bien en la calle Desengaño —que ironía del destino, que un hombre como él viviese en una calle llamada así— o, al final, en la Quinta. Él me ponía al corriente de todos los chismes de la corte que no eran pocos, demostrando una confianza enorme en mi persona pues exponía su vida, o su libertad, si alguna de las cosas que supe por su boca llegaran a conocerse. Trabajaba directamente con la familia real, con los hombres y mujeres más poderosos y respetados —también temidos— del país; yo a estas personas las veía solamente en los palcos de las plazas, tampoco acudía a fiestas o agasajos, siempre que pudiera evitarlo. Juntos asistimos al ascenso y caída de Godoy, “el choricero”, como le conocía todo el pueblo de Madrid desde poco después de comenzar a servir en la corte. Nadie ignoraba que pasaba más tiempo en la cama de la reina María Luisa que en las caballerizas o en su despacho cuando se hizo con todo el poder del Estado. Ni siquiera el rey Carlos IV lo ignoraba, pero le dejaba hacer, lo colmaba de honores siempre que le llevase la gobernanza del reino y le dejase cazar tranquilo. Al poco de entrar en palacio como Guardia de Corps —solo era un joven jinete de veinticinco años procedente de Badajoz— la reina se encaprichó de él y comenzó así una carrera meteórica hasta terminar casi linchado en Aranjuez, quince años después. “Ya monta más a la reina que a su caballo”, recuerdo que me dijo Paco en una ocasión. No tenía escrúpulo alguno, y sí una ambición desmedida; lo que nunca entendí es como Goya era capaz de soportar tanta mierda siendo como era su carácter: franco y llano como buen aragonés en la distancia corta, reservado y discreto cuando se trataba de ganarse el pan o la gloria. Cuando Manuel Godoy le encargó su retrato como comandante en jefe de todos los ejércitos, después de la vergonzante Guerra de las Naranjas contra Portugal, no tuvo reparo en que lo pintase repanchigado sobre una butaca en mitad del campo de batalla, observando las banderas conquistadas al enemigo y leyendo un despacho, el bastón de mando entre las piernas como evidente símbolo fálico, poniendo de manifiesto sus mejores cualidades. Hasta el oficial sentado tras él en el cuadro parece sentir vergüenza ajena de su superior. La misma que sintió Paco —o eso me dijo—, cuando “el choricero” se lo propuso de manera velada pero clara en su intención; es más, contó que hasta le había hecho un boceto chusco que después arrojó con premura al fuego porque no quedase constancia. El pintor no oía hacía tiempo y la comunicación con él no era fácil. Desde luego ese hombre abotargado que se vanagloria de su triunfo en la pintura, poco tiene que ver con el apuesto joven guardia que pintara Francisco de Cardona.
Unos bastonazos en la cabina del carruaje hacen que el cochero se detenga a la altura de los Molares. “Pare, pare por favor, me estoy orinando”, le grito. Desciendo, y junto a una acequia contemplo el campo, ¡qué hermoso está!, cuajado de margaritas y amapolas entre el verde de los cereales. ¡Qué dulce sería esta tierra si la dejasen vivir en paz, sin sobresaltos!, viendo pasar las estaciones, sembrando y cosechando los campos, cantando en las ventas, jaleando en los toros o bailando en las ferias, con ese arte que sólo Andalucía sabe tener para la disfrutar de la vida. Regreso al coche, me acomodo de nuevo y golpeo el techo otra vez para reiniciar la marcha. Miro desde mi asiento los ojos del hombre que mira al vacío en el cuadro, a algún lugar indeterminado a la izquierda del pintor en el palacio de Sanlúcar; la memoria me trae lo que Paco me decía de continuo: “no me mires a mí, mira hacía allí”, señalando el jarrón repleto de flores silvestres a la derecha que había traído Cayetana aquella mañana. Ella y yo estuvimos entonces de acuerdo en que las del campo en primavera son las más bellas; más que las cultivadas en los jardines, tan monótonas, tan artificiales. En la pintura me veo bello también. ¡Sí que lo era, carajo! O eso decían las mujeres desde los tendidos: las damas y las chulapas, las majas y las manolas, las cortesanas y las muchachas de las ventas. ¡Y bien que me gustaban las hembras, pero carecía de gracia! La que a Pepe le sobraba, a mí me faltaba. Fui demasiado serio, demasiado grave, muy metido en mí mismo, en el toro, poco dado a otro placer que no fuera rematar una buena faena, pasear por el campo, cabalgar o estar en compañía de algún amigo estimado. No me arrepiento, cada uno es como es, pero al correr de los años he sacado en claro que quien no sabe disfrutar de los placeres, sobrellevaba mal los dolores, las decepciones que la vida nos da por el hecho simple de estar vivos. Uno de aquellos gozos fue contemplar un cuadro: mitad arriesgada aventura, mitad confidencia. Paco me habló de una pintura que le había encargado Godoy, debía parecerse a otra que colgaba tras un grueso cortinón en una sala discreta y apenas transitada del palacio real. Hacía unos meses el “Príncipe de la Paz” — otro de los pomposos títulos con que el rey, o quizá la reina, lo habían agasajado— la había sustraído del palacio de Buenavista, residencia entonces de los Duques de Alba tras la inesperada muerte de Cayetana, y la había ocultado en aquella sala a la espera de tener su lugar donde colgarla —a la postre también se haría con el palacio valiéndose de la excusa de que su esposo, ya fallecido, había participado en actos conspiratorios para destituirlo;lo cual, por otra parte, era cierto—. Entretanto se la había mostrado al pintor; deseaba un desnudo donde se intuyese, aunque no se reconociese a las claras, a su amante, Pepita Tudó —la reina usaba a Godoy, pero consentía, siempre y cuando estuviese disponible también para su lecho y, sobre todo, no descuidase los asuntos del reino; “la insantísima trinidad”, así hacía llamar al trío que formaban ambos con el rey—, la Inquisición no lo habría tolerado. Goya conocía ya la pintura, por su puesto, la había visto en varias ocasiones cuando acudía a Buenavista para realizar el retrato del duque de Medina Sidonia, José Álvarez de Toledo y Gonzaga, primo y esposo de Cayetana. Admiraba a Diego de Velázquez pero se veía incapaz de traslucir su misterio, su magia, su desbordante talento. Al ver la pintura de nuevo el maestro albergó sentimientos de rabia, sorpresa e impotencia al tiempo, una vez “el choricero” descorrió el telón para él y quedó expectante ante su reacción. ¿Cómo podía ese hombre ser tan ruin?, apenas habían pasado unos meses desde la muerte de la duquesa y había comenzado ya el expolio de sus bienes, ¿hasta dónde pensaba llegar con su infamia? Aunque,¿cómo negarse a su petición, cómo decirle no al hombre más poderoso del país, el que gobernaba de facto sobre un inmenso territorio que abarcaba varios continentes? Se dejó llevar por su instinto de artista y se dijo que algo se le ocurriría; mientras, disfrutaría otra vez de la obra, ¡cómo adivinar lo que ese hombre sería capaz de hacer con ella! Al contemplarla una vez más no le fue difícil, a pesar de la furia contenida, componer un gesto de admiración ante semejante maravilla; entornando los ojos se dejó embriagar de nuevo por la composición, el delicado equilibrio de las figuras, la intensidad de los colores elegidos —en vivo contraste, pero sin restar un ápice de protagonismo a la figura central— la elección sutil de los fondos, las telas y brocados, la intimidad y el cálido confort que se adivinan en esa estancia. Se asombraba de nuevo —hacía rato que había ignorado ya al infame presidente de la Real Academia de Bellas Artes: uno más de los títulos otorgados de forma espuria por la reina, aunque este especialmente doloroso para él— ante la fina inteligencia de Velázquez al abordar la obra como una escena de la mitología, de otro modo, el Santo Oficio no le habría permitido pintarla, burlando a este para presentarnos la vida queriendo salirse del marco a que la han constreñido. La desnudez satisfecha e inquietante de esa mujer que se recrea en la contemplación de sí misma mientras Cupido sujeta un espejo frente a ella, es fascinante. Cada detalle en la sensualidad de sus formas: la languidez de sus pies, la relajada flexión de las corvas, la rotundidad gloriosa de las nalgas, la delicada curva de su breve cintura hasta recorrer toda la espalda siguiendo la estructura de la columna —desde los hoyuelos del hueso sacro al nacimiento del cabello, sobre la nuca—, para llegar por último al brazo que, apoyado en el diván, da la réplica exacta a los pies; tras esa travesía de sinuosa y mareante feminidad uno no puede fingir. No cabe más que emocionarse. “¿Te gusta, verdad?”, se recreó Godoy con sorna volviendo a correr la cortina,mirándolo satisfecho por disponer de esa obra para su disfrute personal. Después lo acompañó a la salida y le entregó la llave de la estancia con la mayor de las reservas:“¡para que te inspires, si lo necesitas!”, indicó rijoso, “aunque yo, echo a faltar las tetas y el coño. ¡La mía, la pintaras de frente!”. Eso es lo que la Venus del espejo sugería al primer ministro Godoy.
Esa misma noche, aprovechando que “el príncipe” había partido hacia Aranjuez y toda la familia real se encontraba ya allí pasando el verano, sabido que el servicio y la guardia eran los justos en palacio, Goya me llevó hasta aquella sala para contemplar ese cuadro a la luz de los ventanales. Fuimos en su propio carruaje. Recuerdo que antes de entrar estuvimos deambulando casi una hora entera por la alameda, junto al Manzanares, hablando de naderías, matando el tiempo por algo que no acertaba a prever. Cruzamos el puente de Segovia en un sentido y el de Toledo en el contrario viendo brillar la corriente mansa del río y sintiendo el rumor del agua, su frescor rebajaba la temperatura del aire caldeado de Madrid. La silueta de la ciudad se recortaba hermosa, magnífica desde allí abajo, contra un cielo ahora resplandeciente en las primeras horas de la madrugada. Cuando el pintor lo consideró oportuno gritó al cochero “¡a palacio, rápido!”, con la autoridad que da el pronunciar a menudo esas palabras. Cada vez estaba más asombrado, apenas hacía unos minutos, perdíamos el tiempo deambulando junto a la ribera y ahora el apremio parecía sobresaltar al artista como accionado por un resorte. El cochero nos dejó junto a la puerta donde acostumbraba a quedarse el maestro y este me indicó que lo siguiera con ademanes algo bruscos y sigilosos a la vez, precavidos. No había persona alguna vigilando ese ala del edificio y al conductor del carruaje le fue advertido aguardase allí unos minutos, el pintor debía recoger material de trabajo y él esperaría en la puerta nuestro regreso. Recorrimos un largo pasillo mientras escuchaba el sonido sumado al eco que producían nuestros zapatos al caminar. Por fin alcanzamos una sala discreta a un lado del corredor que daba a la plaza y Goya extrajo con gesto grave una llave que llevaba en su gabán, abrió la puerta y accedimos al interior de una pieza vacía donde no había otra cosa que un tapiz blanco sobre una pared nívea y un alto y estrecho ventanal frente a este. Todavía esperó un minuto sin decir nada y, mirando a la ventana, me tomó de los hombros para situarme de espaldas a ella y como a unos cinco metros de la pared vacía. Al ver mi cara de perplejidad, con un gesto de la mano tendida hacia el suelo me rogó aguardase un instante más, así lo hice observando de pronto mi sombra crecer rápidamente en el suelo a mis pies. Justo en ese instante, Paco se acercó ceremoniosamente al extremo de la cortina desde la izquierda y comenzó a descorrerla lentamente a la vez que realizaba una teatral reverencia. Los ojos se me abrieron asombrados y la mandíbula se me descolgó involuntariamente, las rodillas flojearon como nunca lo habían hecho ante una astado y en mi cabeza creí escuchar un madrigal, tal vez proveniente de San Francisco el grande. Jamás imaginé que persona alguna pudiese pintar algo tan hermoso. Durante el breve instante en que la luz de la luna llena recorrió el cuadro a través del ventanal iluminándolo por completo, supe que esa era la imagen que me gustaría llevar conmigo a la muerte, la expresión sublime de la belleza.
¡Ya falta menos! Pasado Utrera, desde lo alto de una colina,resplandece a lo lejos Sevilla la Grande, bajo la luz violenta que la última hora del atardecer arroja sobre la catedral y su campanario afamado, sobre la torre del Oro y los puentes sobre el río: esa lámina dorada que serpentea errática hasta las marismas buscando aguas abiertas; Sevilla la mora y la gitana, la piadosa y pecadora, la pícara y sabía, más por vieja… Y por orgullosa, la depositaria de todo el saber de los siglos, del oro y la plata traídos de Indias para sufragar guerras, armadas, palacios, avenidas y lujos magníficos; para pagar usureros codiciosos en el norte de Europa, buscavidas, aventureros, putas y comerciantes; soldados y taberneros, funcionarios y frailes lunáticos que comen la sopa boba de la escudilla que llena el rey. La perla del Guadalquivir, donde los barcos ascienden lentos entre los cañaverales mostrando sólo su jarcia cuando son arrastrados corriente arriba, desde Bajo de Guía. En el invierno, cuando brumas y nieblas se elevan densas desde el río, los palos semejan espectros que atraviesan la laguna Estigia camino del Hades; las voces de los marineros arrojando la sondaleza desde cubierta, lamentos de ánimas que no consiguen dejar este mundo ni entrar en el otro. Tal vez las monedas que suben por el cauce sean las que exige Caronte para franquearles el paso.
¿Cómo será eso de ser maestro de toreros?, ¿por dónde empezar? ¿Cómo se le explica a alguien el miedo y la imposibilidad de vencerlo, la boca seca durante el paseíllo; que ese miedo le ha de acompañar a uno toda la vida y, probablemente, cuando deje de sentirlo la pierda? ¿Cómo trasladar la reverencia que ha de tenerse hacia una bestia que busca tu muerte, igual que el matador busca la suya? Y aun así debe respetarse, sentir por el toro una profunda veneración porque es él quién contribuirá, en último término, a la gloria o al fracaso. Darle el fin que merece su bravura, el tiempo justo, sin dilatarlo buscando lucimiento vacuo o apurarlo demasiado para despacharlo cuanto antes sin tener en consideración su dignidad. Son preguntas que me formulo constantemente desde que recibí este encargo y, aunque en mi cabeza resulten claras las respuestas, sin atisbo de duda en su ejecución cuando la ocasión se presenta, ¿cómo inculcarlas a un zagal ansioso por triunfar, necesitado de hacerlo tal vez? De algún modo seré responsable de ellos en el futuro; sus triunfos y decepciones serán también los míos; no digamos ya las cogidas, ¡o la muerte misma! Esto sí que será difícil de trasmitir: infundirles el arrojo —el valor deben traerlo ellos—, la necesidad imperiosa de arrimarse, de sentir que el peligro está pasando bajo el vientre, rozándolo incluso, desplazándoles en la jurisdicción, pero que se puede y se debe mantener uno en el sitio, los pies firmes en la arena, la cintura flexible y el tronco acompañando el pase, con talento y recursos: ¡que el toro ponga la casta y la bravura, el torero la inteligencia y el arte!
Me hospedo en la pensión Triana, la misma desde los años noventa del siglo pasado, ¡cuarenta años viniendo ya, quien lo iba a decir! Los propietarios y yo hemos ido envejeciendo juntos, compartiendo las tardes de triunfo en su compañía y la de su familia, también las de fracaso: escuchando en silencio el borboteo de la fuente del patio y oliendo el delicado aroma de las adelfas junto al brocal del pozo que, inevitablemente, han quedado para mí asociadas a ese sentimiento —¡qué culpa tendrán las pobres flores!—, reconcomiéndome a solas por no haber sabido llevar la faena como me hubiera gustado, las suertes como el toro pedía, entendiendo como fracaso lo que tal vez sólo hubiera sido eso, falta de suerte. Pero yo no creía en ella —sigo sin creer—, en materia de toros dejar al azar cualquier trámite de la lidia nos puede costar la vida, un puntazo o cuando menos, un revolcón. El toro debe leerse desde el momento mismo en que sale por la puerta de chiqueros y hasta que tiene el estoque bien dentro del hoyo de las agujas, entonces es momento de hacer desplantes, no antes. “¡Pasa a tomar algo caliente y un poco de jamón, Pedro Romero, que eso ya no tiene solución!”, me rogaba entonces Serafina asomando al patio desde la puerta de la cocina, entre las ramas del limonero. Serafina era la viuda de Nicanor y heredera del negocio familiar tras la muerte de su marido y sus hijos. Sabía de lo que hablaba. Cinco veces había parido y tres varones le llevó la guerra, además de al marido; sólo le quedaban dos hembras que le ayudaban con el trabajo y le habían dado, en compensación por su desdichas, cuatro nietos por los que bebía los vientos. Algunas tardes, cuando me veía llegar cabizbajo de la plaza, conociendo mi estado de ánimo tenía la consideración de enviar a los niños a la alcoba y hacerme pasar al patio donde, sin preguntar, ponía sobre una mesa de forja una botella de manzanilla y una copa dejándome a solas con mis fantasmas. Los suyos eran mayores pero seguía, en cambio, luchando sin tregua; por eso cuando me llamaba así, por mi nombre y apellido diciendo aquello, yo la creía.
Nos abrazamos con verdadero cariño así me vio entrar por el largo pasillo de la pensión que conducía a la cocina y el patio, lugar reservado sólo para la familia y los íntimos. Del sobresalto que se llevó al verme de nuevo casi se le cae un puchero que trajinaba en el fuego, los ojos se le llenaron de lágrimas, jubilosos y, mientras me apartaba de sí para contemplarme a gusto le repetí su frase lapidaria: “¡esto ya no tiene solución!”, alterándola un poco para referirme a nuestra vejez. Ambos reímos con gusto la ocurrencia. Le conté mis planes, el encargo que el rey me había encomendado y las dudas que albergaba en esa empresa para la que me sentía plenamente capacitado pero nunca había llevado a cabo. Sentados a la vieja mesa del patio, con dos copas en la mano brindamos por los buenos tiempos y, golpeándome en el hombro resuelta aseguró, “¡vamos, Pedro Romero, matador de toros!, ¿no te iras a acojonar ahora?, ¡si ya no nos queda ni tiempo para eso!” y rompió a reír a carcajadas celebrando la frase. Como siempre, tenía razón.
Dos botellas enteras y varios cartuchos de pescaíto frito nos costó ponernos al día desde el largo retiro en Ronda hasta entonces. El país comenzaba a levantar cabeza tímidamente pero los treinta primeros años del siglo XIX —¡se dice pronto, toda nuestra edad adulta! —, habían sido devastadores. A la inutilidad manifiesta del rey Carlos IV había seguido la devoradora e inconsciente ambición de Manuel Godoy, la invasión francesa de España, la larga guerra de Independencia que había sembrado de cadáveres el país, desolado los campos, arruinado al Estado y abierto la puerta a la emancipación de las colonias de ultramar, enorme fuente de riqueza y recursos; la vuelta de Fernando VII “el deseado” junto con la enorme decepción que supuso, además de la persecución implacable de cualquier atisbo de liberalismo u oposición a su absolutismo vengativo y caprichoso. Sólo nos quedaba emborracharnos y refugiarnos en los recuerdos. Serafina trajo entonces a colación los últimos cinco años del pasado siglo en que criaba a sus hijos y, junto a Nicanor, trataba de sacar la pensión adelante. Por ser parada de postas yo había decidido alojarme allí para acudir a la cita que tenía en Sanlúcar al día siguiente, tras la corrida. Era la primera vez que lo hacía y así nos conocimos. Quiso la casualidad que al tomar el carruaje el cochero me urgiese a subir sin motivo aparente. Ayudado por Nicanor colocamos mi equipaje en el pescante y me acomodé en el interior con la premura solicitada y cierto recelo en la cabina. Una vez dentro comprendí los motivos del cochero para tanta urgencia. Dentro viajaba nada menos que la mismísima María Teresa del Pilar Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo, duquesa de Alba de Tormes y grande de España, así como el pintor don Francisco de Goya y Lucientes, pintor de Cámara de su majestad el rey Carlos IV y presidente de la Academia de Bellas Artes de San Fernando; habían querido darme una sorpresa e hicieron coincidir el viaje a Cádiz con mi participación en la feria de Sevilla, de ahí la urgencia del cochero por tratar de mantener su anonimato. Apenas hacía una año que había muerto el duque y en la España de entonces no estaban bien vistos los amoríos recientes de una dama, y menos con un pintor que, por extracción social y condición de artista, no pertenecía al mundo de ella, acostumbrada a rivalizar con la reina o la duquesa de Osuna. Además, la falta de un hijo varón que continuase el linaje de la casa de Alba había puesto en los mentideros de media España su nombre y circunstancia, por lo que había de guardar cierta reserva, aunque ella no estaba por la labor.
Nos reímos y abrazamos los tres por la “casualidad” forzada y así emprendimos el viaje —por mi profesión he realizado muchísimos a lo largo de los años— más delicioso y placentero que recuerdo por nuestra maltratada y querida patria. Yo acababa de triunfar en la maestranza, era primavera en Andalucía y a ellos dos se los veía felices y enamorados como chiquillos; a la sordera de Paco —que Cayetana interpretaba entonces como un rasgo encantador— se sumaba la diferencia de edad: ella había enviudado con apenas treinta y tres años, y él concebido seis hijos con la respetable edad de cincuenta. Los exabruptos y ocurrencias de él y la interpretación libre y cariñosamente irrespetuosa que hacía ella, daban lugar a situaciones hilarantes. Creo que nunca me he divertido tanto en un viaje, cuando quisimos darnos cuenta estábamos ya en el palacio ducal de Medina Sidonia donde continuamos con las bromas y los proyectos del pintor.
Una vez instalados, Goya y yo nos reunimos en el patio a tomar un jerez y refrescarnos un rato junto a la fuente. Le pregunté entonces con viva curiosidad, “¿quién es esta mujer, Paco?” Se quedó mirándome en silencio unos instantes, madurando la pregunta en su cabeza y, de pronto, apurando su copa de un trago se levantó y me invitó a que lo siguiera. Caminamos deprisa por un largo corredor hasta llegar a su habitación y, una vez allí, junto a su equipaje, desenvolvió un lienzo que estaba a punto de rematar, sólo restaba retocar el fondo según me dijo después. En él se apreciaba a la duquesa de espaldas, su rostro oculto por el cabello: la larga melena oscura cayendo sobre los hombros hasta alcanzar la cintura arqueada frente al cuerpo sorprendido de una vieja mujer alarmada. Cayetana portaba en su mano derecha una barra de rojo carmín y la anciana un crucifijo que blandía horrorizada ante el vacío. Se trataba de su dueña, probablemente la única persona que le hubiese dado amor en toda su vida y la que mejor la conociese; la duquesa jugaba con ella como la niña que seguía siendo, tratando, cosa imposible, de conjurar a la muerte con una pieza de coral.
Leer más de Miguel Cabero