FABULIS. El cometa

EL COMETA


El cometa
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El cometa
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El cometa
Fernando Fontenla Felipetti
Relato
10

Relato finalista del V Premio Internacional de Relato sobre Olivar, Aceite de Oliva y Oleoturismo organizado por la asociación cultutal Masquecuentos en Jaén, España.
El libro impreso contiene los 30 relatos seleccionados.

Jesús se levantó a las cinco treinta como siempre. Era verano y esa era la mejor hora del día, la más fresca y la única en la que se podía caminar sin quedar abrasado. De camino hacia la almazara lo vio. Era un cometa. Rojo. Radiante. Su estela se trazaba justo sobre el Neveral y pensó que se movía demasiado rápido para ser un cometa. De pequeño había visto uno como ese, pero no se apreciaba movimiento alguno a simple vista, sólo se lo veía cambiar de posición con el paso de los días.

Jesús giró en una esquina y perdió de vista el cometa. Pensó que el trabajo que tenía por delante era mucho, pero hoy tendría quién lo ayude.

 

***

Krillo observó un indicador de color ámbar que se encendió en la pantalla. Era una alarma que indicaba que la nave estaba formando una estela, un fenómeno que se podía producir al ingresar en la atmósfera de ciertos planetas y debía evitarse porque hacía que la nave fuera visible desde gran distancia. Ajustó la emisión del motor de iones y la señal de advertencia desapareció.

Miró hacia abajo y vio la superficie. Se sorprendió por completo. El azul y blanco que se observaba desde lejos se había convertido en un verde opaco y amarronado.

Fuera del color que fuera esa tierra, tenía una misión específica que cumplir y a eso iba a dedicar los siguientes minutos. Luego, volvería a elevarse y partiría hacía su siguiente destino. Pasó al módulo de aterrizaje, que tenía la virtud de ser indetectable en el espectro de luz visible, y comenzó a descender.

 

***

Patricia vio el cometa desde la ventana del salón. Tenía una larga cola roja, que fue desapareciendo hasta quedar un pequeño punto blanco que poco a poco perdía velocidad. Ella sabía que ese punto blanco era el cometa y no quería perderlo de vista. Quizás, podía volver a acelerar y formar la cola de nuevo.

—¡Trisha! ¡Toma el café! ¡Que se enfría!

Miró a su madre, miró a la taza humeante que había sobre la mesa y volvió a mirar a la ventana. Intentó encontrar el punto blanco, pero le fue imposible.

—¡Mámá! ¡Me has hecho perder el cometa!

—¡Qué cometa ni qué leches! ¡Apurate, que se hace tarde para ir a la escuela!

 

***

Mientras descendía, varios indicadores preocupantes se encendieron. Entre ellos,  la temperatura, que estaba cerca del treinta y seis por ciento del intervalo entre el punto de fusión y evaporación del agua. Pero lo que más le preocupó, fue que la zona en la que tenía que tomar la muestra estaba llena de seres vivos que se movían de un lado a otro de forma caótica. Así solían ser las sociedades primitivas: muchos movimientos innecesarios para hacer unas pocas tareas útiles. Lo que no entendía era por qué el sistema lo había enviado allí cuando ese tipo de misiones, por simple seguridad, se hacían siempre en lugares casi desiertos.

Tocó tierra. Se oyó el silbido que producía el sistema que equilibraba la presión atmosférica del módulo con el exterior. Cuando abrió la escotilla, un olor intenso inundó sus fosas nasales. No, no era un olor, eran muchos, imposibles de identificar. Esos olores lo pusieron nervioso. El scanner no detectaba nada peligroso, pero, ¿qué sabría el scanner de olores? Entre tantos datos de millones de planetas, el error podía existir. 

El aire estaba cálido como esperaba. Piso la hierba, se alejó tres pasos y se dio vuelta. No había nada. El módulo era invisible, como debía ser. Se dio cuenta de que era la primera vez que hacía semejante cosa. Darse vuelta para comprobar si el módulo se veía. Se estaba comportando como un principiante y estaba desconfiando de los sistemas. Los sensores indicaban la realidad, los ojos podían percibir datos erróneos. No tenía que olvidarlo.

A poco de empezar a caminar, se internó en un bosque donde los árboles estaban plantados en líneas, lo que delataba la mano de seres inteligentes. De las ramas pendían unos pequeños frutos ovoides de color verde oscuro. Consultó el terminal de información: eran comestibles. Estiró el brazo y arrancó uno. Lo olió. Con la uña arrancó un pequeño trozo y se lo metió en la boca. ¡PUAGG!, lo escupió. Era amargo. De nuevo se estaba comportando como un principiante. Sabía que aunque el terminal de información le dijera que algo era comestible, eso no quería decir que fuera de sabor agradable. Entonces, ¿por qué lo había hecho? Se sintió desconcertado. Los olores, eso tenía que ser. Podía haber alguna sustancia en el aire que le alterara el comportamiento. Se detuvo y pensó en regresar al módulo. No. Lo que tenía que hacer era muy sencillo. Además, sólo le tomaría cinco centésimas de declinación solar hacerlo y volvería.

Siguió caminando. El bosque con los árboles de los frutos ovoides se prolongaba casi hasta la ciudad. Era rara esa ciudad, con los cultivos casi entremezclados con las zonas de viviendas. Le hizo acordar al planeta KR771, que estaba plagado de oasis dispersos en inmensos desiertos. Allí se justificaba la cercanía de los cultivos por la falta de espacio, aquí no tenía sentido. Este era un planeta loco. Y oloroso.

Llegó al punto dato. Metió en el suelo la herramienta de búsqueda y esta se enterró en pos de su objetivo. Pronto encontró el cable de fibra óptica y se conectó. Los datos empezaron a fluir hacia el módulo. Esa era la forma más rápida de recopilar todos los datos de un planeta en unos pocos segundos. Al menos, todos los datos que tuvieran sus propios habitantes de sí mismos.

—Las aceitunas no se comen del árbol.

Krillo dio un salto y arrancó la herramienta de búsqueda de la tierra aunque el trasvase de información aún no se había completado. Con el corazón en la boca se dio vuelta y se enfrentó a un ser de tres centiterios de estatura que lo contemplaba. Levantó el scanner hacia la criatura, pero el aparato no le indicó nada. Cero. No la detectaba. Estaba claro que el scanner no funcionaba, aunque semejante cosa no había visto en toda su vida. El problema era que si el scanner no le decía nada, no tenía manera de saber si la criatura era peligrosa.

—¿Has venido en el cometa?

La criatura le hablaba, pero, por supuesto, no entendía nada de lo que le decía, sin embargo no parecía representar un peligro. Traía un recipiente transparente en la mano, lleno de los frutos ovoides que había en los árboles. La criatura dio tres pasos en dirección a él, abrió el recipiente y le ofreció uno de los frutos.

En tantos mundos que había estado, pocos contactos había tenido, y en ninguno le habían ofrecido nada. Krillo negó moviendo la mano hacia un lado y hacia otro, lo que solía ser un gesto universal de negación, esperando que la criatura lo entendiera.

—No te preocupes, estas son buenas —la criatura se metió uno de los frutos en la boca y lo tragó—. Tú has cogido una del árbol —señaló hacia los árboles y negó de la misma forma que él lo había hecho—. Antes de comerlas hay que ponerlas en sal, si no, saben amargas —volvió a ofrecerle el fruto y, esta vez, Krillo lo aceptó.

No quería ser descortés con la criatura, pero sabía que tenía que irse de allí en ese mismo instante. La situación podía salirse de control. Además, había roto todos los protocolos posibles y recibiría una sanción.

Se llevó el fruto a la boca y le clavó los dientes con desconfianza. Una explosión de sabor inundó sus sensores gustativos, algo tan intenso que no había sentido nunca. No pudo evitar sonreír y la criatura sonrió también. No sólo lo sancionarían, lo más probable era que no le permitirían hacer más su trabajo. Y a él le gustaba mucho ese trabajo, haciendo esos relevamientos por planetas remotos, viajando con un solo compañero con el que casi no hablaba. Era solitario, pero se sentía libre. Y ahora su libertad estaba en riesgo porque estaba haciendo todo muy mal. Se sentía enajenado de su persona. Estaba permitiendo un contacto, no lo estaba rehuyendo.

Entonces sucedió algo inesperado. El líquido que contenía el fruto le empezó a transmitir información al cerebro. Perdió el dominio de sí mismo, de sus extremidades. Se acercó a la criatura y la abrazó. La criatura pareció rehuir el contacto al principio, pero luego lo abrazó también, y entonces el trasvase de información fue mayor al que cualquier cable de fibra óptica pudiera transmitir.

El ser al que estaba abrazado tenía diez años de ese planeta de edad, era de sexo femenino, vivía a catorce milésimos de cuerda de donde se encontraban y, por alguna razón imposible de saber, era un transmisor principal, uno en diez mil millones, una rareza. En medio del torbellino de datos, recibió un mensaje de código rojo desde el módulo que le indicaba que regresara de inmediato, pero sus miembros no podían separarse de la niña. Sí, ahora sabía que era una niña, y sabía cientos de palabras de la lengua que hablaba.


AZ-ZEITUN


Esa era la palabra clave. Ese era el nombre del fruto. Era LA CONEXIÓN, nexo sagrado que cientos de generaciones habían venerado.

Y entonces, al comprender el lenguaje, tuvo los elementos necesarios para acceder al fondo de su propia mente, a ese lugar en donde están los recuerdos ancestrales. Recordó a sus amigos, jugando en la cima de una montaña con un objeto de metal largo y afilado. Espada, así se llamaba ahora, aunque los nombres de las cosas habían ido cambiando con las eras y todos ellos se arremolinaban en su cabeza. Jaén, era el lugar. Antes, Gaien, y antes de eso, Dayan. Auringuis, la ciudad del oro y Advinge, la ciudad de los profetas.

Él y sus amigos, que jugaban con las espadas de sus padres guerreros, pertenecían a una era anterior a los nombres. Dos mil setecientas vueltas había dado el tercer planeta de la estrella Nucius, del sector 3343 del brazo de Teshe, cuando él había vivido aquí.

Y faltaba lo más importante: una persona lo esperaba. ¿Cómo podía ser que alguien lo esperara si nadie sabía de su existencia en ese planeta?

Un grito desgarrado lo hizo salir del trance. Una mujer los miraba con el rostro desencajado desde doce centiterios de distancia.

—¡Suelte a mi hija!

Krillo soltó a la niña y la miró.

—Me voy.

—Sí, pero llévate esto —la niña le dio el frasco de aceitunas.

—¡Aléjate de él! —gritó la mujer.

—Adiós Trisha.

—Adiós Krillo.

Reemprendió el regreso mientras en el terminal de información sonaba una alarma permanente. No le dio importancia. Cuando llegó al módulo, se encontró con su compañero, que había descendido en el módulo secundario.

—Menos mal que estás aquí. Ya te estaba dando por perdido. El terminal de información me decía que estabas dañado, que abandonara el planeta. Pero he venido a buscarte a pesar de que el terminal de información me indicaba que partiera.

Krillo extendió su mano con una aceituna y se la ofreció a su compañero.

—¿Qué haces?

—Pruébalo.

—De ninguna manera. Puede ser peligroso. Sube a la nave.

Krillo miró a la ciudad que se divisaba más allá del monte de olivos.

—No. Me quedo. Yo soy de aquí. Mis antepasados han vivido en esta tierra. En estas montañas que rodean la ciudad. Además, alguien me espera.

—¿De dónde sacas semejante disparate?

—Encontré una niña, un transmisor principal. He aprendido la lengua que se habla aquí.

—Eso es un mito. Los seres vivos no transmiten información masiva. Sólo el terminal de información puede hacerlo.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo estás seguro de eso?

—Ya lo sabes, el terminal ha sido desarrollado a través de eones hasta llegar a pulir todos los errores. Es perfecto.

—¿Sí? ¿Y quién construyó el terminal? Quizás sea perfecto, pero sólo para quién lo hizo, no para ti o para mí. Quizás tú tampoco seas quién crees ser.

—Has enloquecido. Sube al módulo.

Su compañero le hablaba parado sobre el marco de la escotilla. Sin pensarlo, Krillo le dio un empujón y lo hizo caer hacia atrás. Metió la mano detrás de la escotilla y tocó el botón de emergencia del módulo. Sacó la mano justo antes de que la puerta se cerrara. La propulsión se encendió y el módulo empezó a elevarse de regreso hacia la nave nodriza. Tocó el mismo botón en su propio módulo y este también ascendió.

Volvió a paso tranquilo hacia el punto dato. Esperaba encontrar a Trisha allí, pero ya se había ido. Continuó hasta la primera calle de la ciudad y allí aspiró todos los olores juntos. Aunque había uno que estaba por encima de todos los demás.

 

***

Jesús salió a desayunar a las diez. Estaba por entrar al bar cuando vio salir a un hombre del monte de olivos que estaba cruzando la calle. Parecía desorientado, miraba a un lado y a otro, sonreía y olfateaba el aire como si fuera un perro buscando algo que comer. Llevaba un traje azul ajustado al cuerpo con una especie de capa y un casco de ciclista. Estaba claro que era un turista que había pasado una noche de fiesta. ¡Y qué noche! El hombre lo vio y caminó hacia él.

—Buen día, ¿de qué es ese olor?

—¿Olor? —sólo entonces Jesús reparó en el aroma que salía del bar.

—¡Ah, sí! No sé usted, pero yo huelo a café. Me parece que le vendría bien uno.

—¿El café se come?

Jesús se quedó un segundo estupefacto y luego lanzó una carcajada. Le costó parar de reír, hacía mucho tiempo que no oía algo tan gracioso.

—Hombre, yo el café me lo bebo pero, si quiere comer algo, lo invito a un buen pan regado con el mejor aceite de oliva de la tierra y un trozo de jamón encima. ¿Qué opina?

 

***

Krillo entendía lo que el hombre le decía, pero no sabía si sería capaz de contestar lo correcto. Optó por asentir. El hombre abrió la puerta del bar y ambos entraron. Allí se dejó seducir por los olores y sabores de este nuevo viejo mundo y se sintió pleno. Luego recordó lo que Trisha le había transmitido.

—Una persona me espera —dijo.

—¿Ah sí? ¿Quién?

—Un tal Jesús, hijo del Hombre. Lo vi cuando abracé a la niña. Le hablaba a una multitud de personas en el monte de olivos.

—Pues yo conozco a un tal Jesús, hijo de su Madre —Jesús volvió a reírse—. Soy yo. Claro que te estaba esperando. Serás mi ayudante.

—¿Trisha también trabajará con nosotros?

—Es una niña pequeña con un corazón prodigioso. La necesitaremos. A ella y a otros niños. También necesitaremos de los ancianos. Esta vez será mucho más difícil que hace dos mil años. No nos alcanzará con una docena de ayudantes, necesitaremos de todos los corazones puros.

—No sé cómo pero creo que te entiendo. Me gustaría conocer a tu Madre.

—Por supuesto. ¿Vamos?

Jesús y Krillo salieron del bar y caminaron por las calles de Jaén. Entraron en la Catedral. Trisha los esperaba delante del altar principal y la Madre los miraba a los tres desde lo alto.